Quiso llegar hasta el Nahuel Huapi en 1766, un cuarto de siglo antes que fray Menéndez, pero no pudo lograrlo aunque conoció de manera minuciosa el sur del lago. La expulsión de los jesuitas frustró sus planes de establecerse nuevamente en la península Huemul, donde estuvo la "Misión Nahuelhuapi".
Al menos en la jurisdicción del Parque Nacional Nahuel Huapi, nada se nombró en su recuerdo. En cambio, sí sabemos de sus colegas, los misioneros Nicolás Mascardi, Felipe de la Laguna o Juan José Guillelmo - entre otros - por los lagos que perpetúan sus respectivas memorias.
* Artìculo vinculado: Reseña histórica de lo que fue la misión jesuítica “Nahuelhuapi”
El libro lleva como título “La isla de Chiloé, capitana de rutas australes”, tiene como autor al jesuita Walter Hanisch y se publicó en 1982, en Santiago de Chile. Su portada llamará la atención: si bien el archipiélago vecino ocupa el centro de la escena, donde habitualmente está el norte aparece el este y entonces, el oeste queda al sur. Hacia la izquierda de la isla grande se perfila una típica iglesia chilota y en términos relativos, no muy lejos de allí puede leerse entre dibujos que representan montañas “L. Naguelhuapi”. El trabajo cartográfico tiene razón: en realidad el lago y las islas están muy cerca…
La obra de Hanisch refiere a la historia de Chiloé, con énfasis en los viajes que hicieron desde sus puertos los hombres de la Compañía de Jesús. Encontraremos en sus páginas referencias a los periplos más o menos conocidos por los curiosos de su historia: los del padre Rosales, los de Mascardi, los de Felipe de la Laguna y los de Juan José Guillelmo. También los de Francisco Menéndez, quien concretó sus viajes en fechas posteriores al protagonista de esta breve crónica.
Menciona Hanisch que “los viajeros no se contentaron con el descubrimiento, sino que escribieron los resultados de sus pesquisas en diarios, informes al gobierno o narraciones. Estos escritos no siempre fueron del dominio público, y algunos, si no muchos, desaparecieron con el correr del tiempo”. Fue el caso del que traemos a colación: el que concretó el sacerdote Segismundo Guell desde Castro en búsqueda del lago que nos aloja en sus orillas, desde fines de 1766.
Una breve carta
En efecto, apunta Hanisch que “hubo un viaje que quedó consignado en una breve carta bastante desconocida y lo suficientemente breve para que no se advirtiera la hazaña que significó en su tiempo. Casualmente dimos en Roma, en el Archivo de la Compañía de Jesús, con el escrito que nos dejó el mismo explorador, la narración de su viaje, con un motivo al parecer superficial, que expresa con estas palabras: Ya que llegamos aquí, quiero poner con la brevedad que puedo el viaje que yo mismo hice el año 1766 y 1767, que no dejará de divertir al curioso lector”.
El autor de “La isla de Chiloé…” dio con la carta de Guell en 1970, 12 años antes de tener la chance de publicar su obra. Hay dudas sobre su origen: aragonés o catalán. Pero se sabe que hacia 1764 ya tenía destino en la misión de Kaylin, hoy Cailín, al sudeste del archipiélago. Esa fue la primera labor que desarrolló en su nuevo destino, la segunda fue la denominada misión circular, es decir, una gira por todas las capillas chilotas.
En tanto, “el tercer trabajo fue el viaje a Nahuelhuapi para restaurar la misión. El viaje duró, hasta que llegó a Chacao (de Castro había salido) cinco meses y medio, según cálculo del mismo Guell. Conocía los dos caminos, pero con los años de desuso se habían borrado las huellas. Guell va decidido, porque el gobernador Guill y la Junta de Poblaciones tienen interés en que se realice y el plan era de los jesuitas, porque lo había hecho el procurador de la provincia”, dice Hanisch.
A pesar de su decisión, “Guell en su único viaje no alcanzó el Nahuelhuapi, como le pasaría al Perito Francisco Menéndez en su primer viaje en 1791. Guell sabe todos los nombres geográficos, otros aparecerán después, pero no deja de ser un conocimiento cabal haber llamado todas las cosas por su nombre. La narración de Guell es ágil y viva, y nada tiene que envidiar a las posteriores de Menéndez y Moraleda, inspiradas en la suya. La narración, a veces, da la impresión de que se estuviera escribiendo en Chiloé y no en Italia, como esperando partir de nuevo”, interpreta el historiador jesuita.
E invita: “oigamos a Guell: Y llegué a Chacao a los cinco meses y medio de haber salido, esperando en Castro que pasase el invierno para ir a perfeccionar la obra de la conversión de aquellos desdichados indios… Y prosigue: Desde entonces, ya más de sesenta años, no se pasaba por aquel camino tal cual lo había antiguamente, quedó con terremotos, lluvias y años tan borrado como hemos visto y tan difícil como se sabe, no dando ni los bosques ni la laguna comida alguna: todos los bosques pantanosos y llenos de horrorosas cordilleras, bien que todas cubiertas de nieve arriba y abajo montuosas… Dios quiera que en la primavera que viene, se anuncie el evangelio a aquellos infelices del Nahuelhuapi”.
El sacerdote no pudo cumplir con su cometido porque a fines de 1767, la monarquía española dio curso al “decreto de extrañamiento”, es decir, la expulsión de la orden a la cual el viajero poco menos que ignoto pertenecía.
Según pudo establecer el autor, la mayoría de los jesuitas que se habían desempeñado en Chile, fue a parar a Italia. En particular, Guell habría continuado su vida en Imola. Algo menos de 30 años después, fray Menéndez reharía sus pasos con más éxito.
Los dos caminos
“El viaje de Guell va intentar sus dos posibilidades al camino del Nahuelhuapi: el de las lagunas y el de las caballerías, conocido también por Bariloche”, nos dice Walter Hanisch, en su “La isla de Chiloé, capitana de rutas australes”. Según pudo constatar, “el viaje de Guell fue conocido en su tiempo por los compañeros que llevó, y el que supo aprovechar esta ventaja fue el Padre Fray Francisco Menéndez en 1791 y en los años siguientes y lo dejó consignado en sus escritos”.
Sin embargo, “la información de Guell es más completa, porque es un escrito que abarca todas las características de la isla y de sus habitantes y en algunos aspectos es más completo que otros escritos contemporáneos”, juzga el historiador jesuita. Sería un aporte sustantivo al conocimiento regional, que puede leerse y descargarse desde el sitio en Internet de la Biblioteca Nacional… De Chile, claro.
Expulsión de los jesuitas
La orden de expulsión de los jesuítas de Chile fue remitida desde Buenos Aires el 7 de agosto de 1767. Cruzó la nevada cordillera a través de un correo extraordinario llevado por el oficial Juan Sala el cual se encargó de mantenerla oculta. Recién el 26 de agosto salió a la luz del día dicha orden, cuando a las tres de la madrugada, quedaban arrestados todos los miembros de la Compañía de Jesús en todas las casas del país.
Entonces se reunió a los religiosos en una habitación, se les intimó el decreto del Rey Carlos III, se procedió inmediatamente a aislar a los Padres y Hermanos y se empezó a hacer el inventario comenzando por los libros de cuentas.
Los jesuítas de Santiago fueron trasladados a Valparaíso. Los procuradores de cada casa fueron retenidos dos meses hasta terminar los inventarios (Hanisch Espíndola 1969a: 93-95). Valparaíso se convirtió en el centro principal de concentración. Desde allí, 24 jesuítas fueron embarcados directamente a España, en el navio “El Peruano”, llegando a Cádiz el 30 de abril de 1768. Mientras los de Mendoza, de San Juan y San Luis fueron enviados a Buenos Aires, los demás fueron conducidos desde Valparaíso hasta el puerto del Callao en Perú, donde llegaron en distintos barcos, algunos con notable demora entre los meses de marzo y julio de 1768. Del Callao se los transportó en distintas naves hasta el Puerto de Santa María, unos por la ruta del Cabo de Hornos, otros por la vía de Panamá.
El P. Xavier Baras que había llegado con una expedición de 20 jesuítas jóvenes a Chile, tuvo que volver de Buenos Aires a Europa con sus 20 alumnos. En total fueron 360 los jesuítas expulsados de Chile, de los cuales 11 eran novicios, 40 estudiantes, 76 hermanos coadjutores y 233 padres, más los 20 que había llevado desde España el padre Baras. Según los cálculos del P. Walter Hanisch, 9 jesuítas chilenos desaparecieron por darse a la fuga, mientras 10 fallecieron en Chile antes de la partida al destierro y 13 durante la deportación. 3 se quedaron en Lima por motivo de grave enfermedad.
El último jesuíta que salió de Chile, fue el Hermano José Zeitler de origen bávaro (nacido en Waldsassen/Palatinado el Alto); el debió permanecer en Chile durante cuatro años por la dificultad de encontrarle reemplazante en el cargo de boticario del Colegio Máximo en Santiago; salió el 22 de octubre de 1771 del país, llegando al puerto de Santa María el 17 de junio del año siguiente (Hanisch Espíndola 1972: 46-59).
Fuentes:
- "La Misiòn Nahuelhuapi 1670- 1717" Yayo de Mendieta
- “La isla de Chiloé, capitana de rutas australes” Walter Hanisch
- Archivo de la Compañía de Jesús- Roma
- Publications.iai.spk Berlin
- B2000